volvamos a la ciudad de siempre, al mismo barrio de cada historia, al mismo bar de casi todas las noches... la misma mesa y la misma copa. hoy la luz parece aún más oscura, qué difícil imaginar algo así, una luz oscura... la luz siempre tendría que ser clara, diáfana y pura. aquella no era así, quizá el tiempo en el que aquello pasaba no fuera propicio, quizá las personas que allí quedaban para charlar de política y vicios, de mujeres y libros... tampoco fueran lo mejor de lo mejor. pero no importaba.
la luna amamantaba los edificios que parecían de hielo entre la ventisca de lluvia y nieve que arreciaba en la ciudad, a aquellas horas de aquel día de mitad de diciembre. recuerdo que yo aún estaba sirviendo la mesa del alcalde cuando llegó ella, tan elegante como siempre, con un vestido rojo despampanante y un tocado de plumas que quitaba el hipo a los parroquianos de turno. ella no sabía lo que era el frío y el blanco manto de la puerta le parecía una alfombra presta para ser pisada por la chica más guapa de la ciudad.
en el bar los muchachos no pudieron evitarlo, las conversaciones cesaron y un mar de codazos avisaban a los menos despiertos de su presencia. las miradas se clavaban en sus largas piernas, en sus preciosos brazos, en la morena cabellera que se extendía moviéndose lentamente por su espalda mientras caminaba o en todo a la vez. entonces, siempre era igual, aquel hombre musculoso anduvo hacia ella y le ofreció un pitillo. ella lo aceptó, como cada noche, y luego dejó que él se lo encendiera. pero como cada noche, despidió al caballero con un gesto despiadado al estilo más audrey que podríais imaginar.
aunque aquella vez no fue como las demás. inexplicablemente ella acabó sentada en la barra y no en su mesa de siempre. terminó bebiendo whisky barato y no cocktails como los de siempre. despreció cada copa que los clientes le enviaban y ni siquiera les dedicaba una mirada. sus largos guantes de terciopelo apenas eran ya blancos sino grisáceos, parecía tener un mal día. y al final, lo más extraño de todo es que a diferencia de cada noche en aquel escondido lugar, ella decidió hablar sólo conmigo.
- quédate aquí -me decía medio borracha.
- está bien, señorita, pero he de atender a este caballero primero -le respondía yo.
- déjalo, ven a hablar conmigo, hoy me siento sola.
- si quiere, yo puedo hacerle compañía -repuso un tipo apostado también en la barra.
- ¿usted? usted no me sirve... demasiada brillantina en el pelo, demasiada colonia repugnante...
- lo que usted diga señorita -y se marchó a una mesa con las orejas torcidas y la cabeza gacha antes de que fuera tarde.
- ¿ves? yo lo que necesito es un hombre como tú. un tipo normal, con las cosas claras, que sepa ponerme un cocktail cuando me haga falta y me mande a la mierda cuando crea que estoy siendo pesada. esta pandilla de alelados subiría al empire state building haciendo el pino si yo les prometiera un simple beso en la mejilla.
- yo también lo haría, señorita -dije yo, por no diferenciarme...
- tú no lo harías. tienes demasiadas cosas en las que pensar. tú volverías a casa, abrazarías a tu esposa y dormiríais en una habitación lo suficientemente pequeña como para no separarte de ella ni un sólo instante.
- sí... tiene razón, yo no lo haría... debo trabajar mucho para comprarme una casa con una habitación más grande...
- lo sé... anda apunta esta botella en la cuenta del bobo que ha venido antes a hablarme, creo que esta noche acabaré durmiendo con él.